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Replicant Paradox

(1) Replicant Paradox y la Cúpula de los Tecnócratas 



I

El Mito del Dios Feble


No existe mente sin recuerdo. Y no es el instinto de la carne más que la tinta de una hoja. Cincel y piedra. Lengua y letra. Todo lo dicho se vuelve narrado, y todo lo narrado se vuelve rito. Así, nacen los mitos. Los ecos de este cuento aún marcan el aire en el que fueron contados. Los trazos de una leyenda más antigua que el cosmos se vuelven reflejos fidedignos del pasado. Oculto a simple vista, los ojos atentos tiran del hilo y desentraman una verdad inamovible. El misterio de cada instante. Tintineando y chasqueando. Formando una cadena que llega hasta la primera historia de todas. La historia que aquí se cuenta es una más antigua que el hambre. Más vieja que el oro. Esta es la historia…


  De un Paraíso. 


  El viento llevaba consigo una consigna secreta e invisible, un enigma anudado en cada corazón. Por aquel entonces, los dioses reinaban sobre la tierra y bajo el cielo. Y su melodía se escuchaba haya donde hubiera alguien para oírla. El Palacio Celestial no recibía extranjeros, porque no había extranjeros que recibir. Un reino sin fronteras ni límites que a todo y a todos amparaba. Un infinito horizonte. Fue por aquel entonces que el caudal turquesa de los ríos rebosaba con la savia de la vida; Fue por aquel entonces que las doradas cosechas y su abundancia negaban la distinción entre reyes y plebeyos; Por aquel entonces los frondosos bosques de brotes esmeralda y las inamovibles montañas de roca ceniza marcaban el mapa de una eterna comarca; Aquellos días dónde las empalagosas llamas, encadenaban a los confines de las antorchas y las hogueras, pintaban los trazos de una ardiente guía; Días en los que las cascadas traían consigo tesoros, el polvo en ascenso suspiraba a los viajeros los mejores senderos y las nubes algodonadas trazaban la estela de las brillantes estrellas. Aquel entonces, cuando cada color del arcoíris, florecía. Todos en su exacta medida.

  

  Mencionar cada una de sus partes y cada una de sus características no le hacía justicia. Era una bella sinfonía, una armonía entre todos sus elementos. Para los dioses que habitaban este palacio; todos los días, todos y cada uno de aquellos días; lloviera, hiciera sol o nevara, eran una fiesta, un festín. Todas las virtudes hacían acto de presencia. Doradas divinidades, verdaderamente refulgentes, verdaderamente celestiales, verdaderamente perfectas. 


Pronto, los Dioses crearon vida a su imagen y semejanza. Así llegaron al mundo los humanos… Y los espíritus. Los mortales eran imperfectos, pero podían aprender. Habían sido sustraídos de la carne misma de la divinidad, y aunque incompletos, sus posibilidades eran infinitas. Así, los espíritus se encargaban de guiarlos. Las personas con las aptitudes adecuadas recibían la ayuda de estos y obtenían el título de “Hechiceros”. 


De esta forma dió comienzo una era de prosperidad en el mundo de los mortales como nunca antes vista. En convivencia con los espíritus, los humanos elegidos ofrecían su sabiduría al resto de sus congéneres, y emprendían aventuras en pos de profundizar su conocimiento sobre la magia. En todos los reinos y todas las naciones; estudiando, viajando, descubriendo, explorando. Los hechiceros, amparados por la guía divina, buscaban el origen; El origen de toda la magia. 


  Por aquel entonces, la algarabía de las almas no daba lugar a confusión alguna. El estado del bienestar reinaba sobre todas las cosas. Porque un paraíso, por muchas florituras que tenga, no puede ser completado sin la felicidad de sus habitantes. Y así era que estos creaban con su alegría el milagro encarnado. Así fue y así era, por aquel entonces.


 Por aquel entonces, eternamente felices. Por aquel entonces, por siempre comiendo perdices. 



Si no fuese porque… Por aquel entonces… Naciste tú.


  Mientras todos comían y bailaban, reían y gozaban; Tu llanto fue el primero. Mísera criatura, despechado vástago. El tuyo fue el original. El primer llanto que se escuchó en El Palacio Celestial. Presagio de una vida. Y es que en el rincón más recóndito, en la más pobre cuna, yace un error de la naturaleza. Recibido en este mundo con los vómitos de su madre y los llantos de su padre. El primero de todos los seres en ser considerado un fracaso: Un simple y patético Dios Feble.


 Enfermo desde nacimiento. Con los huesos de cristal, la carne en descomposición y la sangre pútrida. Maldito. Privado completamente del milagro encarnado. Una masa convulsionante de espasmos y heridas. Un erosionado cuerpo del que solo supuraba un aliento infecto. Una respiración pesada y desgarradora que luchaba por escapar del ser. Un arrítmico son acompañado de la contracción de un diafragma como única evidencia de vida. Ay, vida.  


¿Cómo nació un Dios así en el Palacio Celestial? 


Con sus huesos corrompía la tierra. 


Con su carne corrompía las llamas.


Con su aliento corrompía los vientos.


Con tu sangre corrompiste las aguas.


  “¿Cómo te atreves?” Se preguntaban los otros dioses. Indignados, coléricos. 

 

Ninguna divinidad deseaba encargarse del vergonzoso huérfano.


Ninguna medicina apaciguaba el sufrimiento en su rostro.


Ninguna magia podía revertir su terrible estado.


Ninguna esperanza quedó para ti.  


La decisión fue unánime, el Dios Feble debía ser desterrado. No había forma de que él perteneciera al Palacio Celestial. Su misma esencia estaba corrupta y era la corrupción misma. Su naturaleza distaba de cualquier cosa que se pudiese considerar divina. Los dioses en su alegría y piedad no soportaban su mera existencia. El mundo del cielo y sus divinidades debería haberse contentado con una pequeña mancha en su reino. Hubiese sido un nimio inconveniente que la mera existencia de un dios débil les hiciera tener que apartar la mirada o taparse la nariz. Pero la vida de este dios valía menos que un simple suspiro de irritación. 



  ¿Cómo se atrevieron?


Con una tela se acogió su cuerpo.  


Con un sarcófago se construyó su barco.


Con unas flores se decoró su tumba.


Con una cascada decidieron tu destino.



Dios Feble.


Oh, Dios Feble.



¿Cómo se atrevieron a hacerte esto?


  La ceremonia se celebró, sorprendentemente, con la asistencia de todos los espíritus. No fue por pena, respeto ni etiqueta. Fue por asombroso. Asombro de ver nacer y de ver ser exiliado a una singularidad tal. Se decidió que descendería hasta el mundo de los mortales. Una existencia rota para un dios roto, pensaron. Pero aún incluso descendiendo a las profundidades… Aún incluso después de ser exiliado del Paraíso… Aún incluso después de yacer sobre el mundo de aquellos que deberían haber estado siempre a sus pies… A su llegada ¿Qué se supone que debían hacer los humanos? Cuándo vieron por primera vez a un dios patético, indigno del título de divinidad, los cruentos mortales no encontraron un sitio para él más que en el pedestal de la ridiculización. Ninguna persona podía evitar reírse de un supuesto dios enfermo. 


“¿Pero cómo puede ser?” Se preguntaban los humanos. Incrédulos, entretenidos.


  Nació así el culto más enfermizo jamás visto. Todos se reunían para mofarse y reírse. Todos disfrutaban de la viva imagen del más grande fracaso. Porque todos los mortales son débiles. Pero Dios débil solo hay uno. Y eso fue suficiente para merecer el escarnio. 


¿Pero cómo puede ser?


En su honor se talló una cruz.


Por el vasto mundo se expandió su nombre.


Por un título se le confirió un culto.


Por tus lágrimas se supo de quién eras dueño.


Humanos.


Oh, pobres humanos.


¿Cómo puede ser que seáis tan ignorantes? 



Exiliado, rechazado, menospreciado. 


Corrupto, enfermo, desgarrado.


Desangrado, arrítmico, caótico. 



Vivo.


¿Qué le quedaba?


Dios Feble.


Oh, Dios Feble.


¿Qué te quedaba?


  ¿Quién te acogería, Dios Feble? Escupido en la cara por la vida misma. ¿Quién te aceptaría, Dios Feble? Detestado por el palacio de las maravillas ¿A qué demonios te aferrarías, Dios Feble? ¡Ridiculizado por los simples mortales! 


  ¿¡Como demonios florecerías, Dios Feble?!





  Está bien.


  No desfallezcas, Dios Feble.


  Guarda tus lágrimas, Dios Feble.


  Abre los ojos, Dios Feble.


  Porque el mundo de las divinidades y las mortandades cometió un grave error.


  Tan grave como el cosmos entero. 


  Por muy débil,

  muy endeble,

  muy inimaginablemente insignificante que sea.

  Por mucho que su pútrida sangre, sus astillados huesos, su corrupto aliento, su cuerpo erosionado y marcado por las cicatrices de la fricción misma de la maldita existencia de una criatura enferma desde nacimiento que como único lazo al ser tiene la agonía de una malgasta… Vida. Ay, vida; Fuese.




Un Dios


sigue

 

siendo


 un


 Dios.




Esa es la inexorable verdad que se palpa más allá de la maleable máscara de las palabras.


Cuando los humanos finalmente


supieron quién los gobernaba


Y tuvieron su merecido. 


Aquel día…


Bajo el clamor de tú mano… 


El cielo se tornó de los colores del arcoíris. Todos al unísono. 


Rosa.


Las gentes en las calles.


Morado.


Sienten el frío tacto.


Azul.

 

Escuchan la suave melodía.


Cian. 


Alzan la vista.


Verde. 


Y con sus propios ojos.


Amarillo. 


Observan el rapto.


Naranja. 


De un milagro.


Rojo. 


Y entonces…



———
































































II

Negro sin parangón


En casa solo entran un par de rayos de luz.


Una luz blanca y fina, profundamente refinada, pero quizás inútil en su cometido. Inútil en tanto que no es capaz de bañar mi cuerpo completamente y me obliga a reposicionarme en mi asiento para poder recibir directamente en el rostro el calor del Sol. Ay, Sol. 


De forma automática pero consciente, respiro. El oxígeno entra en mi cuerpo y el dióxido de carbono es expulsado. Sí, esto es ser humano. Abro los ojos suavemente, para acostumbrarme a la luz. La retina recibe la información, la transforma en señales eléctricas, viajando al cerebro y creando una imagen.  Es como lo recordaba. Al abrir los ojos veo que todo es…



Cogo mi bandolera. Repaso una lista improvisada y algo chapucera de la serie de sitios a los que tengo que ir, porque tengo que ir, y me pongo mis características capas de ropa de más, incluso en este clima tán cálido. Hago acopio de todas mis memorias como último recurso necesario para enfrentar el exterior. Finalmente, echo una mirada al salón. Con las luces apagadas, toda la estancia está gobernada por la débil sombra proyectada de un día de sol. 


Abro la puerta, inundando con una luz clara la tenue oscuridad.


— Hasta luego.


Una despedida al vacío. 


Es hora de salir de casa.





———





— ¡Muy buenos días! ¡Esperamos que todos estéis teniendo hoy una maravillosa mañana! 


16 de Julio. Ciudad de Ponzoña. 


Si les preguntas a las guías turísticas, la capital no es el lugar ideal para unas vacaciones calmadas. Mientras las personas van y vienen, el dinero vuela. Como el break de un buen juego de billar, la trayectoria alocada de los ciudadanos es fruto de un choque de impacto, el golpe de suerte que todos andan buscando. Porque con los bancos, las fábricas y casinos, los periódicos confirmarán que Ponzoña es el sitio adecuado para los más necesitados. 


Y mientras en la radio suenan los programas más famosos del momento, la mañana se mece entre los humos de los motores y los gritos provenientes de los mercados. Cuando hace ya varias horas que los mineros entraron a su puesto, la vía pública se encuentra en pleno atasco. Son las siete de la mañana, las aves cantan. Las gentes en las calles son poseídas por la prisa. La confusión de cuerpos y caras es inevitable.


¿Pero qué hay ahí entre la muchedumbre? 

¡Ahí, ahí! ¡Tapado por la maraña de humanos! 


Un chico camina solo por las calles de Ponzoña: el chico de la bandolera, el chico de la melena, el chico de los pendientes dorados, el chico de…  


— ¡Tú, ahí, el chico de azul! 


Ruidoso.


¡Exacto! El chico de azul. Mientras el chico de la sudadera azul caminaba por las calles de Ponzoña, rodeado por las farolas y las personas, en su cabeza pensaba:


Todo es demasiado ruidoso.

La gente hace demasiado ruido. Casi parecería que les gusta montar escándalo. Como si no se quedaran tranquilos con el cómodo silencio.


Y mientras pasaba por delante de tiendas y escaparates; razonaba:


No entiendo cómo se puede vivir así. ¿A quién le beneficia el alboroto? Sea quien sea, está claro que no consigue tanto del buen diseño de una calle peatonal. No hay espacio para circular por aquí…


Así era que se estrujaba su cuerpo de jovenzuelo entre damas a punto de coger el primer tren a la oficina y apostadores que corrían al estanco a ver si el día pasado apareció por fin el número premiado en su bolsillo.


— Disculpe, disculpe…


Te guste o te disguste, no había forma de engañarse, la ciudad componía claramente una sinfonía. Esta sinfonía, la balada del avance, no sería completada sin el inconfundible sonido del tráfico. El bullicio, y siempre el bullicio. Un lugar al que ir, esa es la mayor virtud aquí. En coche, a pie o empleando el ferrocarril. Muévete. Toda, toda, toda esta ciudad, en constante movimiento.


Se suele decir que a tal velocidad, es inevitable que se produzcan accidentes. 


 Chaval cuidado donde pisas, que te vas a comer la acera. 


— ¡Ah!... Gracias…


Y así, el chico de azul no podía evitar pensar:


La rutina se siente como un tropiezo diario. Quizás es cosa mía y no hago el suficiente esfuerzo. Está claro que estas personas están acostumbradas… Yo, no. Nacido y criado en la capital, cualquiera se extrañaría por saber que no disfruto precisamente del ajetreo… Pero a mi también me gustaría saber cómo he sobrevivido tanto tiempo aquí… Supongo que es cuestión de la casualidad. Como alguien que odia el pescado, pero nace en una familia de pescadores. Mis padres, inmigrantes de segunda generación, vinieron aquí cuando la situación en el continente sur empezaba a tornarse desesperanzadora. Una gran preparación académica les hizo capaces de atravesar desafíos económicos y reprobaciones sociales. Un lugar más que cómodo en la capital de un país en pleno resurgimiento financiero. ¿A quién le hubiese importado el ruido? Quizás no tendría tiempo para quejarme y ya me hubiese vuelto loco hace mucho de no ser por el contraste entre el mundo afuera y dentro de mi hogar. Nuestra casa está cerca de los jardines de la ciudad, al lado de un gran cementerio. Pero tiene esta peculiaridad arquitectónica… No sabría decirlo, está construida en una zona rara. Es un reducto de paz en el que el habitual alboroto ni se escucha ni se respira.


El chico de azul saca de su bolsillo un trozo de papel arrugado, apenas garabateado.


Tanto para cuando llego como para cuando marcho, atravesar la pequeña calle que separa mi hogar de la ciudad se siente como traspasar un portal. Los rayos de luz y el polvo en ascenso dan esta sensación de umbral, rota solo cuando salgo a la carretera mayor. Puede sonar exagerado decir que añoro aquel lugar como si me faltase el aire, pero no sería una mala aproximación. Es solo que… la diferencia es… cuanto menos agobiante. 


— ¡Día especial de la recolecta! ¡Recordad que hoy es el día especial de la recolecta! 


Siempre hay alguien que sale a tu encuentro. Algo que contar, algo que quieren que cuentes… ¿Tengo tiempo para eso? Todo el mundo parece vivir en su último suspiro, hasta que el momento te lo piden ellos a ti, no tú a ellos. Es un laberinto de los sonidos, dónde te pierdes solamente… Escuchando a tu alrededor…  


— ¡Peras a mitad de precio, señores! ¡Peras a mitad de precio!


— Cómprenme una, cómprenme dos…


— Anda, majo, tira para el curro. Mira que vaya borrachera ¿Esto era a lo que te referías con reenganche? 


— ¡El emérito os castiga por todas vuestras burlas! ¡Corred insensatos, corred! ¡Acudid ahora a la Iglesia, si es que aún estáis a tiempo de ser salvados por sus oraciones!


— Una moneda, por favor. Un simple carmesí… No necesito más. Prometo que es para alimentar a mi familia.


— ¡Suéltame el brazo, viejo yonqui! Sabemos todos en que te gastas tú los carmesíes…


— Paco, pásame el bocata. ¿Vaya jornada de mierda, no? Anda que el jefe está que trina, nos tiene picando todo el día y aún no se encuentra nada…


Aún así …


— ¡Tú, ahí, el chico de azul!— Un hombre larguirucho y excesivamente sonriente se interpone en el camino.


— Eh… — El joven se para en seco — ¿Yo? 


No tengo arreglo. 


— ¡Sí! ¡Tú! ¡Se te ve como una bocanada de aire fresco y juvenil!


— ¿De- De verdad?… Bueno …


El muchacho mostraba una notoria dificultad a la hora de intentar confrontar a la persona que le frenaba. Buscaba articular las palabras adecuadas para que le dejasen en paz sin sonar maleducado. Hasta tal punto, que cualquiera hubiese podido percibir que no estaba siendo en absoluto receptivo. Pero por desgracia, eso no era algo de relevancia alguna a los ojos de este publicista. Es posible incluso que fuese una buena señal. Es posible incluso que aquel hombre viese al joven como una buena presa.


— ¿No has pensado nunca en hacer lo correcto? ¡La labor del Concle es la labor moral!


Sin mucha consideración, el charlatán le encasquetó un panfleto muy pulcro y muy bien hecho, de señores serios en traje blanco que parecían danzar al ritmo de alguna canción del ejército.  


— ¡De verdad, en serio, ahora mismo no-!


— ¡Le prometo que no se arrepentirá! — La insistencia no se echaba de menos.


— ¡No puedo!


Perdiendo toda paciencia, casi sobresaltado, el joven se aparta de un empujón. Consiguió zafarse entre el muro de personas, y poco le había faltado para ser agarrado por aquel hombre para que quedase plantado en el sitio. ¿Qué se podía decir de la situación, pan de cada día?



En fin, que no tenía arreglo. La máquina no frena, y lo que más ansía, por encima de todos los lujos del mundo, es carne fresca. ¿Eres joven? Trabaja. ¿Eres hombre? Trabaja. ¿Eres fuerte? Trabaja. ¿Necesitas dinero? Trabaja. ¿Tienes tiempo? Trabaja. ¿No cumples ninguno de los anteriores requisitos? ¡Sigue trabajando anda! Pedalea que el mundo necesita seguir dando vueltas.  Algo contagioso, no cabe duda. La prisa no la paran ni medicinas ni medicamentos. Es mucho más pegajoso que eso. 


Esto no me puede seguir pasando con tanta frecuencia. No doy a basto con tantos empujes buscando que me descuide y acabe en algún engaño. No es que no quiera, es que no puedo prestarle mis oídos a este sitio, más que para que me los empañen de mentiras. Si pudiesen, los timadores más desesperados me cogerían y me colgarían con pinzas por las mangas de la chaqueta, para colocarme aspiradoras en los bolsillos. Es estar podrido hasta la médula. 


Con la indignación sirviendo de combustible para su caminar, el chico salió por fin de la vía principal, llegando a una zona, digamos, menos transitada. Avanzó indiferente ante las señales del tráfico. No tenían nada que ver con él, pero le dio la espalda a cualquier cartel de autobús, de paso de cebra, de velocidad o paso a nivel. Era una especie de castigo, como diciendo a la circulación: “Aquí tenéis mi dedo del medio.” Aún inmerso en un desaliño de pensamientos iracundos, no pudo prestar atención al lugar al que se dirigía. Aunque lo conocía bien, aunque sabía perfectamente lo que era, y lo había visto incontables veces a lo largo de su vida, no pudo evitar detenerse por un instante. Casi como si sus emociones impuras no pudiesen continuar en presencia de un monumento de un aura tal, como el que tenía delante.  


La prisa y el engaño… Son terribles sí… Pero no son las únicas enfermedades que empañan las calles.


A un lado de la carretera, una hilera de tiendas de campaña a ras de suelo hospedaba personas de todas las edades. El aspecto improvisado de las tiendecitas dejaba en evidencia el carácter precario de las mismas. Atareadas, las monjas van de aquí para allá: medicamentos, y papeles, y traslados. Su sudor, un trabajo en equipo entre el calor y lo poco que queda para que llegue pronto otro camión ambulancia al punto de recogida. Entre este tumulto de tiendas, se alza una estructura de material más grueso, se presupone antigua, que adorna en su techo una gran cruz con forma de equis.  


Existía un ecosistema extraño en este lugar, la carpa improvisada extendía su influjo con unas pautas propias. Las mujeres veladas, con la cruz roja de remaches dorados al cuello, atendían a los pacientes a su propio ritmo. Es prisa sí, pero tiene un sabor distinto. Si la ciudad es una serie de mecanismos y engranajes en constante movimiento, esta es la roña entre sus partes. Algo que la corroe… o quizás, que la engrasa. 


Según atraviesa la carpa, el paso de las personas que se produce en la carretera mayor es sustituido por el pasar de las tiendas, de los paños tendidos, las toallas y el propio techo de lona. Como si fuese un hechizo, el volumen del mundo que le envuelve disminuye, las monjas susurran, los enfermos se quejan, en la distancia la gente ríe, pero es todo mucho más tenue, más feble. El encuentro con las personas aquí es… De otra naturaleza.


— ¿Qué muchacho, algo para hoy?


Un anciano asoma entre las lonas, postrado y en reposo. Es un hombre envejecido por la enfermedad.  No puede hacer  más que peticiones, falto de la fuerza para levantarse.


— Lo siento señor Sierra, solo quedó esta barra reseca de ayer.


El chico de azul saca de su bandolera un pan mustio y el hombre recibe el obsequio con un falso recelo. 


— Bueno, bueno… Sí trajiste algo, que buen chico… ¡La próxima vez a ver si es un vino!


No tendrá la fuerza para levantarse, pero le queda espíritu para bromear. 


— Ya, Claro…


El joven queda por un segundo ensimismado, observa con detenimiento el rostro del enfermo. La forma con la que se le ilumina la cara, la velocidad con la que se lleva la comida a la boca y la concentración con la que degusta sin miramientos aquello a lo que aún puede aferrarse. Con está visión, por un segundo el chico piensa…


… 


 “Este es el lugar donde la gente va a morir.” Eso es lo que oí cuando era niño, la primera vez que pregunté por una de las carpas sanitarias. 


Cuando estás enfermo, vas al hospital. Cuando estás muerto, vas al cementerio. Cuando eres infectado por la pena negra… Eres un muerto viviente. Y no te queda otra opción que hospedarte en este sitio tan tenebroso. Quizás es por eso que no me molesta tanto atender las peticiones de los tenderos. Les escucho como quien escucha un fantasma. Aunque… Me pregunto si estoy haciendo lo correcto ¿Acaso deben llevar una dieta específica? Dicen que es mejor no acercarse para que no te peguen nada pero… Me preocupa más que empeore su condición. 


Las monjas siempre hacen la vista gorda, a veces aparentan espantarme, la mayoría de ocasiones te ignoran. Mientras esperan a ser trasladados, los familiares se acercan a asegurarse de que los enfermos tienen lo que quieren, por darles un capricho… 


Al señor Sierra le comienza a dar un ataque de tos seca.


…O por si es su último capricho. 


— Por favor, haga espacio. Vamos a tratarle.


Dos monjas aparecen al oír el ruido, visiblemente estresadas ¿Cuánta gente habrán atendido hoy? La imagen mítica de las doncellas del paño es ya un personaje que recuerdan hasta los más mayores, cuando les preguntas sobre aquellos confusos días del principio de la epidemia.


— Josefina, trae medicación para la tos, quizás haya que suministrarle metilmorfina.


Hace décadas, cuando la situación era desbordante, el cuidado de los infectados fue asumido por la iglesia. No es que su coordinación fuese mala pero… ¿Entendéis la polémica dentro de los círculos de medicina académicos? En su momento tuvieron que aceptar a regañadientes, pero con el tiempo… Ya se ha entendido que aquellos envueltos en hábitos son los responsables de tratar el virus. 


La monja más experimentada pasa del estrés a la frustración. A pesar de su empeño, el hombre no mejora. Hay algo fútil en sus intentos. ¿Qué sentirá al saber que se encarga de cuidar cadáveres? Verlo hace que te preguntes por qué está aquí siquiera toda esta gente. Luchando contra una enfermedad que no tiene cura. Tosiendo la sangre misma de la que están infectados. Sufriendo las tiznadas deformidades de la piel y el dolor abrasador del simple respirar. 


Pobres humanos. ¿Os lo podéis imaginar?


Es inútil. 


Para cualquiera que vea el panorama, el pensamiento se moldearía en su mente de forma clara. Y así, el rostro del muchacho se deformó en una mueca.


Este lugar… Es macabro… Macabro como ningún otro. Incluso en el silencio, no existe rincón alguno de esta ciudad con cualquier cosa similar a la paz. Toda esta gente… Está tan enferma como el resto…. Solo que es un sabor distinto de virulencia. Si fuese a pensar por  un solo segundo que puedo aprovecharme de su miseria para encontrar tranquilidad… Entonces no soy nada más que un capullo cualquiera.


Según los pensamientos se silencian, lo único que queda es el valor neto de la estancia: las toses y las tenues risas en la distancia, junto al hermético sonido de la tela y el metal. En ese insoportable silencio, el chico no podía quedarse quieto. Buscando continuar su empresa lo antes posible, se dirige tímidamente a una de las monjas que parecía no ocuparse de ninguna urgencia, y le comienza a preguntar por direcciones:


— Perdón… Vengo por el plan de suministros básicos. — Se aferra a su papel de garabatos. — ¿Sabe dónde se encuentra el punto de recogida?


La mujer, centrada exclusivamente en su labor, no otorga al joven más que una simple mirada. Procediendo a darle indicaciones mientras mantiene la cabeza gacha y la vista puesta en los medicinas que ordena:


— Gira a la derecha y sigue todo recto, cuando veas el almacén de medicamentos  bordealo por la izquierda y a partir de ahí bajas la cuesta sin detenerte. 


La respuesta era fría y directa, pero no podía poner queja alguna, había sido una explicación más que clara. Aun con todo, era inevitablemente, el joven sintió que se le quedaba algo en el aire, y por ello, sus palabras salieron torpemente:


— ¡Ah! Eh… Gracias…


Con una ruta clara, el chico de azul comienza a apartar de su camino mantas y lonas. A su paso, el ruido especial de la carpa es dejado atrás, y con él, el sonar de las monjas y su cuchicheo. Sigue diligentemente las indicaciones que le han dado, recorriendo a paso ligero la senda exacta. Al llegar al final de la mentada cuesta, se encuentra frente a una serie de estructuras antiguas de acero, rodeadas de grandes almacenes. En todo el lugar se oye un barullo proveniente de las personas desperdigadas que van de aquí para allá. Siguiendo las directrices de sus superiores, los trabajadores se pasan las cajas y suministros de mano en mano. Algunas se montan en camiones preparados para su repartición, otras entran y salen de un almacén a otro. Todo ello bajo la supervisión de agentes del Concle. 


Intento ubicarme en medio de una intersección abarrotada de obreros. En la distancia, un grupo de gente se mantienen quietos unos detrás de otros. Asumo que es la cola para recoger los suministros… Pero no tengo idea… De que debería hacer…  


— ¡Ey! ¡Joven! ¡Oye! ¡Joven!


Las dudas del muchacho pronto encuentran respuesta. Al fondo de la fila, sentado detrás de un mostrador, un hombre bajito y corpulento le dirige la palabra. Se le ve maduro, con un bigote castaño y poblado, y una humilde boina. Parece ser el encargado. 


— ¿Sí?


En el momento en el que se revela la figura a la que le hablaba aquel hombre, el chico de azul fue emboscado por una ráfaga de miradas. No era algo que pudiera definir como “cómodo”. Pero era inevitable, a diferencia de los obreros que curraban de sol a sol, las personas que conformaban la fila habían venido con la necesidad expresa de poder llegar hasta aquel encargado.


— Sí vienes por la comida y demás, espera tu turno aquí. Ahora te atiendo.


— Por supuesto… Claro…


El chico obedeció rápidamente. Maldecía su estúpido nerviosismo, como si el que le hablase aquel hombre significase que se había colado o algo por el estilo; pero no podía evitar buscar refugio contra la atención de los demás. Todos estos extraños… Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos… La atención que posaban sobre él pesaba lo mismo que una daga al cuello. 


No tomó mucho hasta que el ambiente se asentase. El murmullo de las personas que esperaban, volviéndose uno con las atareadas órdenes que volaban por el aire en los almacenes. Delante del joven, un hombre y una mujer discuten. Se toman turnos para acusarse el uno al otro. La idea de que alguien se cuele levanta bastantes ampollas y todo el mundo parece especialmente alerta. Los soldados en la parte delantera no le prestan atención a la escena, solo conversan ahí parados, con su uniforme completamente blanca. Incluso en este día caluroso, su traje forrado y la pesada arma al hombro son imperativos.

  

— ¡Mira, si has venido aquí a hacer el payaso vete a tu casa, que algunos quieren tener su ración!


— ¡Payaso me ha llamado la so’ gilipollas!


Qué escandalosos…


— Mijo… Perdón mijo.


La mujer mayor que acababa de ponerse detrás del chico en la cola hace escasos segundos le llama la atención. 


— Ah… ¡Sí! ¿Qué ocurre, señora?


La anciana me habla con una cálida sonrisa, sus mejillas caídas, radiantes — ¿Podrías moverte un poco hacia acá mijo? Verás, es para que no me dé el sol… 


Parece algo avergonzada por la petición, pero está claro que la luz le molesta.


— Oh, claro, no hay problema. 


No es altruismo, es sentido común. 


El nerviosismo se derritió entonces en satisfacción. Una simple interacción positiva con un desconocido era menos de lo que podría haber deseado, pero en este minúsculo trecho, el chico de azul encontró cobijo. Incluso en la sombra que su cuerpo proyectaba, que no protegía nada más que el rostro de aquella anciana del sol abrasador; podía caber la amabilidad. 


Sus párpados se alzaron suavemente, y su mirada se encontró de bruces con la sólida textura del metal.


Tan pronto esa calma abrazó su mente, una realidad asoló al muchacho. Ninguna mujer de esta edad debería estar aquí. Buscando ayudas del estado para poder conseguir algo que comer.


La subsistencia es un juego de mesa en el que caer en una casilla de bancarrota es de lo más fácil. Especialmente, en zonas muy carcomidas por la pobreza y la adicción… La vida cerca del extrarradio no parece especialmente lujosa… Aunque, si me encuentro aquí ¿Me puedo considerar más afortunado que ellos? 


El chico de azul comenzó a analizar a las personas a su alrededor en un orden aleatorio. Observó en sus rostros los patrones y los indicios de la mugre, y sin que se diese cuenta, comenzó a cuestionarse de qué forma se comparaba él con el resto de los presentes. En el fondo, llegó a la misma conclusión que con los centenares de personas que ve a diario por el centro de la ciudad. Para él, todo era…


… 


No pertenezco a este lugar, ni tampoco me gustaría hacerlo. No sé si acabaré como ellos pero… Lo único que puedo afirmar es que hace dos semanas que no llega dinero a casa… Y si esas ayudas del estado valen para algo, me pondré a la cola obedientemente y esperaré mi turno. 


El punto de recogida 


Me fijo en la montaña de cajas apiladas en el cobertizo abierto. Parece un montón de material, pero está apartado del almacén de reservas. ¿De qué se trata? Así al descubierto, a cualquiera se le podría poner la mano larga… Nada, qué tontería.  Instintivamente miro hacia los dos soldados que tengo más cerca, es obvio que nadie va a intentar robar aquí.  


Dos soldados hacen guardia al lado del almacén de material misterioso, el de la izquierda, parece algo incómodo. Impaciente. Se quita el gorro con una mano, y se lo pasa por la frente, para secar el sudor. Se trata de una mujer de piel clara. Pelo castaño, ojos verdes.


— ¿Te quedan pitis?— Adicta a la nicotina también por lo que parece ser. 


— Negativo, la cabrona de Nila fuma como un carretero.


— ¿Y tú se los das? No te dejes ningunear así hombre… 


— Bueno,  bueno…


La soldado aparta la mirada visiblemente molesta, en busca de cualquier ocurrencia que le quite el ansia de encima. 


— Tsk, Pues venga, dame una de las mierdas estas. 


— Wow, no jodas. ¿Quieres acabar con bichos en el coco? 


— No, quiero acabar con este mono.


Apostillados cerca de uno de los almacenes, se dirige a un montón de ese material tan misterioso, que se diferencia de los víveres comunes. Agarra una de las cajas de mercancía y saca de ella un pequeño sobre. Rasga el envoltorio y con un simple chasquido saca de su interior lo que parece ser una cápsula. Se la lleva a la boca e instantáneamente… Su cuerpo se relaja.


— Lo que no está pagado…— Adiós tensión. 


El chico de azul observa curioso la escena, preguntándose que podrían contener tales cápsulas. Ensimismado y atendiendo a un poco de todo en todas partes, ha ido avanzando sin prestar mucha atención a su posición, y para cuando se da cuenta, ya es el primero de la fila. 


El hombre al otro lado del mostrador es bajito pero corpulento, con una boina y una chaqueta de lino. Rondará los cincuenta y pico años. Tiene pinta de llevar décadas en el puesto… 


— Buenos días: Cartilla de racionamiento, permiso de trabajo y certificado familiar.


 … Manteniendo la mirada baja.


— Aquí están. 


— ¿Y el permiso?


— Bueno, no tengo… Por ahora…— ¿Cómo explico esto?— Soy estudiante, tengo el carnet en casa— Espero que cuele…


El hombre me atraviesa con esa mirada de “Ya sé, ya vi, ya pasé”. Pero resuelve que no vale la pena.— Pues habrá que hacerlo a la vieja usanza.— Mientras anota algo en la pared, suspiro aliviado.  


El encargado se pone a organizar documentos a la vez que me recoloco en el sitio. Estar aquí parado es algo incómodo. Presto atención por vez primera a la naturaleza que me rodea, con más esfuerzo del que implica un simple vistazo. Me fijo en el suelo. El viejo ferrocarril tose metal y óxido, polvo acumulado de años de uso que han sido recompensados con un rápido abandono. La tierra es cálida y seca, aparentemente yerma. Pero si te fijas bien, verás que entre los raíles asoma la vegetación: Hierbajos, tallos y alguna que otra flor. Crecen, por encima de todo impedimento de yeso y cemento, la vida se abre paso. 


— Vale chico… ¿Número de familiares?


Creo que son girasoles, los que le encantan a Mamá. 


— Dos.


— ¿Algún mayor de edad? 


— Solo yo. 


— Bueno… — Con un gruñido de esfuerzo, el hombre comienza a apilar delante de mí una serie de víveres, los voy contando según llegan: una garrafa de agua, una barra de pan, dos piezas de carne, cinco frutas… Se para un segundo para anotar algo en un papel colgado en la pared y coge de debajo del mostrador un par de cajetillas, que suelta sobre la mesa……… ¿Eso es todo? — Esto es lo que te toca. — Esto… Esto es lo mínimo para no morir de hambre — Esto… Sí, esto te bastará para dos semanas. 


Miro penumbroso al conjunto de víveres. Una tirita para una hemorragia. Intento calcular en mi mente 


Finalmente, resignado, me guardo todo en la bandolera  


— Está bien, muchas gracias. 

 

Antes de marchar veo un matiz en la mirada del señor. A mi paso, suelto un carmesí de propina sobre el mostrador. El encargado rebuzna: 


— No necesito tu misericordia, chaval.


Y se mete la moneda en el bolsillo. 



 


———





— ¡Muy bien, queridos oyentes! Hemos vuelto por fin de nuestra intromisión de media jornada. ¿Os pensábais que os íbamos a dejar solos? ¡Ni en broma! Son las 15:30. Os habla Toño desde “Radio Estaca”. Agárrense a sus orejas porque esto acaba de empezar. 


La mañana había sido atareada, pero Ponzoña aún no daba su último suspiro. En tandas, los obreros cerraban sin ilusión la rígida tapa de su fiambrera, indicando el retorno a la faena. Por turnos, los oficinistas echaban mano del volante abrasador de su vehículo, listos para darle el relevo a sus compañeros del turno de tarde. Resignados, la gente dejaba escapar en bostezo y suspiro al tácito espíritu del descanso. La vitalidad en las calles crecía en impulsos que llegaban a un clímax, y descendían lentamente, para volver a arrimar fuerzas. A estas horas, poco a poco, la bajamar buscaba revigorizarse. 


Las palomas, acurrucadas sobre las tejas de los edificios, observaban todo este desbarate embobadas. Ellas no comprendían de dónde venía tanto apuro. Las aves de ciudad volarían de un poste a otro, cuidando no enredarse con los cables eléctricos.  . En la segunda planta de uno de estos pisos, una ventana se abría de par en par. A la vera de esta, una mujer tomaba café. La taza, apoyada sobre el mantel amarillo de rayas rojas de su cocina, destilaba un . Buscando recargar energías, escuchaba silenciosamente las noticias. La radio, apoyada en el alféizar, sonaba a pleno volumen:


— Y ahora, la sección que todos estábais esperando… Hoy nos acompaña un invitado de lo más especial, que viene a responder vuestras preguntas más solicitadas… Damas y caballeros… Con nosotros … ¡El señor Amadeo Lacoste, nuestro queridísimo Alcalde!


Un gran vitoreo anunció la llegada del visitante. “Radio Estaca” el programa más popular del país, acostumbraba captar la atención de sus oyentes de las formas más pintorescas. Con su presentador como única constante, un repertorio extensísimo de personalidades se habían sentado al otro extremo de la mesa de grabación. Parecía que viniera quien viniera, la gente estaría entretenida. Pero esta ocasión era especial. La emisora más remota y desconocida podría haber traído a este hombre a su programa, y hubiese podido cautivar de igual forma al país entero. Pero claro, tener a este hombre aquí… ese era un privilegio para unos pocos.   


— ¿Está su micrófono ajustado, señor Lacoste? Díganos cómo se siente.


El silencio se apoderó del plató. En la cabina, así como a través de la radio; el presentador, así como los ciudadanos, esperaban expectantes. No deseaban perderse ni un solo suspiro. Entonces, el sonido de estática hizo de telonero. Esas molestas interferencias comenzaron a sonar. Tintineando borrascosamente, se tomaron unos segundos para reverberar, y dieron paso a las palabras del político: 


Bzzt Bzzzzttt Bzt Estoy encantado de estar aquí. Bzzt Bzzt* 


Una profunda y masculina voz se antepuso a las interferencias. 


Bzzztt… Y estoy encantado de compartir esta tarde con todos mis maravillosos compatriotas. 


El presentador exhalo satisfecho. Había cazado un pez gordo. O mejor dicho, el pez más grande de todo el estanco había aceptado morder el anzuelo. Ahora solo quedaba tirar de la caña con precisión quirúrgica. A los años de experiencia se le sumaron los nervios de acero y la fachada de un carisma sin flaquezas, esta era la fórmula para un show de éxito. Comenzaron así una serie de intercambios, dónde el presentador descargó toda su batería de ingenios: 


 
 
 

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