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13. Un día ardiente

Hace tiempo que en la tribu ya no se cuentan cuentos. Podría parecer, ahora que estoy yo sola, que la razón es más que obvia. Para aquellos que no conocen nuestro pasado y nuestra historia es imposible entender nuestra visión de lo contado. Quizás por eso escribo, por eso sigo escribiendo. Para hacerle frente a lo ajeno, y confrontar a los que malinterpretan nuestro empeño. 


El pueblo que se expande del mar a la montaña está ahora vacío, pero sería difícil decir que soy yo su única superviviente. Nuestro hogar ha sido engullido por la niebla, pero no se nos ha matado. Se nos ha enterrado. Esa es la verdadera razón por la que ya no quedan voces que narren u oídos que escuchen. No se ha dejado de contar porque desaparecimos, desaparecimos porque se dejó de contar. Porque nuestra gente no estuvo a la altura de sus propios sueños. Nuestra idílica villa estaba demasiado aislada del mundo exterior, era una inocente isla en las nubes, y aquellos que habitaban en ella estaban ciegos, ebrios de ignorancia. Las abuelas trazaban con sus susurros los senderos que recorrían los viajeros, los padres tallaban como un tótem ardiente la imagen de los peligros, los amigos moldeaban con sus risas las bromas de mal gusto que molestaban a sus vecinos, los niños componían las canciones del futuro en un jolgorioso suspiro; mis amigos y vecinos tejían con empeño la red de nuestro mundo, nos condenaban con bello deseo en la más profunda ensoñación. Entenderéis ahora porque es tan pegajosa una historia, pues los ojos que se retraen advierten el pasado como si fuese futuro, hacen aspavientos con un mal gusto y avisan de lo que ya tuvo lugar. Nadie pudo siquiera comenzar a advertir lo que es el natural destino de una cultura que deviene en este mundo. Leyes que castigan costumbres que las precedieron. ¿Cómo se combate eso?   


El mundo exterior nos juzgó con ojos ajenos, observando nuestra degeneración y  barbarismo se les paraban los pelos. La negra sombra que asoló a mi gente no les puso cadenas en las manos ni heridas en el rostro, pero cosió nuestras bocas con un invisible hilo de sabiduría y cariño. Entonces fue cuando llegó la niebla. La bruma engulló cuanto pudo, y el virus que se expandió en nuestra población no fue la peste, si no la filosofía retorcida de ser obligatoriamente uno con el resto. Así funciona el juego, y si no sigues las reglas te quedas sin tiempo. Te ahogas aislado en lo que podrías ser, si fueses ellos. ¿No estábamos bien siendo lo que éramos? ¿Les molestaban nuestros ritos como para volvernos huérfanos? Huérfanos de nuestra propia tierra, que nos dió nacimiento, pero uno nunca muere donde nace, y debe encargarse, una vez crecido, de posarse en el más cómodo seno. Hubiese preferido seguir cosiendo y tallando, trazando y componiendo nuestra propia canción boba y sin decoro. Hubiese preferido hacer caso omiso a la etiqueta y educación de un pueblo que lo único que hizo fue llegar primero. Si nuestra historia tenía agujeros, si no era perfecta por esto y aquello ¿No merecíamos nosotros determinar cuál era la dirección de su crecimiento? Pero ahora ya no siento rabia ni pena, y aunque me quedase la resignación, no pienso aferrarme a ella. Me he quedado aquí sola, pero sé que vosotros aún estáis ahí fuera. 


Es un día ardiente, pero me apetece escalar la montaña. Aunque sé que toda mi gente ha huido en dirección al mar, yo pienso despertar de este sueño. No me dejaré enterrar por la niebla que cubre todo lo bello, y conseguiré ascender hasta la cima, para poder ver con mis propios ojos como se ve el mundo exterior. Deseadme un viaje de buen empeño. 


 
 
 

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