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4. Patología de una camiseta

— Hay algo mal contigo.


La pose del doctor es cómoda. Sentado en su butaca, con las piernas cruzadas y las manos apoyadas sobre las rodillas. Me habla, pero esquivo su rostro, siquiera lo reconozco. Me limito a observar el paisaje que veo más allá de la ventana. Intuyo su figura, su hermética superficie, su profesional actitud de terapeuta. No veo su cara, porque lo único que me encontraría es una superficie reflectante. Una tabula rasa. 


Encasillados en el cubículo que representa una de las habitaciones de su clínica, jugamos una partida de ping pong, un tira y afloja entre un paciente y una pared acristalada. De vez en cuando la pared tomará una forma cóncava o convexa, la bola será devuelta con cierto efecto, entonces me daré cuenta de que está teniendo lugar una corrección de conducta. 


— Eso ya lo sé, doctor. Por eso estoy aquí.


Pero el ritmo lo sigo marcando yo. Pues la reacción del doctor será siempre fruto de una anomalía, de un error en mi sistema. Y en ello, soy más consciente que nadie.


El otro día, hablando con mamá, me empezaron a arder las mejillas como si estuviesen hirviendo. No recuerdo que dije o hice más que el esfuerzo general de buscar alguna excusa burda para levantarme de la mesa antes de lo habitual. Supongo que su comentario fue demasiado para alguien tan sensible como yo. Papá se sentía incómodo, no por mi, si no por los esfuerzos de su esposa en reparar algo a la fuerza que ya llevaba mucho tiempo roto. Me encerré en la habitación de arriba y estuve unas dos horas llorando, quizás un poco más. Al bajar, cogí las llaves del coche, le di un par de besos a mis padres, pedí perdón por el desastre que había hecho, y prometí que la próxima semana volvería y tendríamos una comida como las de antes, como cuando no era rara. 


El finde pasado quedé con mis amigos, en el típico bar de siempre. Intenté no beber demasiado, que todos saben cómo me pongo, así que decidí servirme un vaso de agua. Llevaba todo lo que debía llevar. Me había asegurado de tener el pelo bien peinado, pero no demasiado exagerado. Ropa a la moda, y un maquillaje natural, de los que no se notan mucho y solo arreglan la cara. Nadie me recriminó nada, y así fue como supe que lo había hecho bien. Mientras todos hablaban sobre su día, y a dónde habían llevado sus vidas, me dí cuenta de que era la única que no estaba tomando alcohol. Me empecé a poner super nerviosa, pensando una y otra vez en mi cabeza cuál era la justificación perfecta y la excusa para el error que había cometido. Necesitaba que se me ocurriese algo rápido antes de que la gente se diese cuenta. Entonces una de las chicas me miró y me preguntó “¿Qué, otra vez traes esa ropa horrible?” Y todos rieron. 


Hace un mes y una semana, andaba mirando el móvil en la cama, como con ganas de vomitar, como siempre. Pasaba una y otra vez publicaciones que me hablaban del pecado de la procrastinación, de los distintos tipos de rostros que no eran bonitos, sobre lo importante que era prestarle atención al pequeño arco entre los ojos que definía la nariz, sobre como probablemente, según un quiz rápido de internet, tenía algún tipo de trastorno. Entonces fue cuando se me ocurrió acudir al doctor. Gracias a la recomendación de MundoProductividad.TV .


Debo llevar ya un tiempo con el doctor, pero poco hemos avanzado. 


— ¿Sabe, doctor? Hace unas semanas me compré una preciosa camisa. Una camiseta color kaki con unos bordados de flores. Puedo decir con absoluta seguridad que he sido poseído por dicha prenda de ropa. Todo el mundo sabe que me la he comprado, que la tengo y que la voy a usar. La he guardado sin ningún tipo de cariño en el armario, poco tiempo después de que me llegase, y desde entonces, no ha parado de susurrarme cosas horribles. Noto su presencia como un tótem en llamas. Un fantasma tosco. Es una absoluta maravilla de la moda, una pieza de ropa inigualable. Me la pruebo, muy de vez en cuando, y pienso en lo bien que le quedaría a alguna chica guapa y delgada, o a algún joven jovial y alternativo. Entonces me doy de bruces contra el rostro en el espejo. La imagen prístina de mi mirada y mis pelos, mis orejas y el horrible arco de la nariz que  tengo entre los ojos. Choco contra un muro de cristal que me devuelve una imagen depravada. Mi nombre y mis apellidos salen de la boca de la camiseta, con la voz de todas las personas que conozco; mis padres, mis amigos, los gurús de internet y cualquier desconocido con el que me haya cruzado por la calle. Me empiezan a temblar las piernas, y siento encima de mí un peso con la forma de una balanza ciega y trucada. Tuerta de tanto desatino. Guardo entonces con poco cariño la camiseta en el armario, pensando en el día en el que todos esperan que me lo ponga, y puedan reírse de mi empeño en vestir una cosa así de bella. Cuando dices que hay algo mal conmigo ¿A eso te refieres verdad? 


Desde hace ya un par de sesiones, el doctor se había rendido ante la idea de tomar notas. En cambio, las pausas entre pases de la pelota de un lado al otro de la cancha, cuando un psicólogo normalmente comenzaría a escribir en esa maníaca libretita todos los desquicios de su paciente, él las tomaría para simplemente respirar hondo, tomando un momento para devolver la bola. 


— No, no me estás entendiendo. Estás enfermo. Patológicamente hablando.   


Yo en cambio, pese a cualquier comentario o pensamiento, me limitaría a mirar al mundo a través de la ventana. Esquivaría cuanto pudiese la imagen de algún transeúnte por la calle, centrándome en la visión del paisaje. Los árboles, las montañas, el cemento y el cielo; ninguno de ellos tiene ningún juicio que pesar sobre mis frágiles ojos. 


— Sí, doctor, eso ya ha sido establecido. 


Ah, ya me acuerdo de lo que dijo mamá. Fue algo así como: “Hijo, eres un retrasado mental.”


 
 
 

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