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3. Navigatio vitae

La vida es una travesía entre valles y montañas, una navegación entre el esfuerzo y el descanso; la alegría y el descontento. Las subidas y bajadas son productos de ellas mismas y de sus contrarias. Es la naturaleza misma del tiempo. Como algo cambiante, como algo que fluctúa, no podemos evitar la variabilidad de los estados de ánimo, ni las diferencias entre las personalidades, o las sorpresas de las catástrofes inesperadas. Hay un contrato no firmado que estipula que estar vivo es ser, en un infinito imperativo. Siempre ser. Rompiendo toda diferencia entre el “objeto” y el “movimiento”. Aún así, siquiera las propias variaciones se mantienen invariables. A pesar de que todo el mundo conoce el júbilo y de que todo el mundo sabe del sufrimiento, no existen dos felicidades iguales, ni tampoco dos heridas idénticas. Navegar por las infinitas experiencias del ser crea un viaje único. Lo “bueno” y lo “malo” de la vida pasan de simples categorías binarias a ser concienzudos regalos otorgados por la danza eterna entre el caos y el determinismo. En ese mar de fenómenos, el humano se orienta empleando el mejor mapa que ha diseñado hasta la fecha: la relación. La unión de puntos, la conexión de ideas, los patrones en los rostros, los instintos de lo que los antepasados temían, las enseñanzas de los que los padres odiaban, los recuerdos de lo que uno amaba.


La conexión entre los eventos que se desenvuelven en el infinito movimiento del ser es la herramienta fundamental que construye la razón. Como única fuente de calor ante la muerte térmica del nihilismo más pasivo, nos aferramos a esta visión con fuerza. Pues dentro encierra una esperanza inocente: La vibración del cosmos tiene un lenguaje. Amamos la lógica porque el mundo aparenta ser lógico. Porque si el sentido tiene sentido entonces es sentido, y si fuese un sinsentido ya no tendría sentido, sólo sabor. Porque en la razón podemos asignarle naturaleza a los fenómenos, podemos contenerlos, restringirlos, podemos sentirnos seguros. Podemos dibujar una línea recta  entre los constantes trazos de circunferencias sin acabar que presenta la impertérrita espiral del absurdismo, podemos ver con nuestros propios ojos, hablar con nuestra propia lengua, y comunicarnos con el mundo. 


Pero olvidan las personas que la música le debe su existencia al silencio. Olvidan que todas las cosas acaban retornando al eterno movimiento. Al ser infinito. Que se mantiene en un inacabable viaje, incapaz de ser personificado por algo tan restrictivo como un “nombre”. En la desesperación, nuestros grandes pensadores revelan estas imágenes, estas visiones de la catástrofe, profetizando algo terrible, que ya se pronunció hace doscientos años: “La verdad ha muerto, tal cual nosotros la creamos, nosotros la destruimos” Llevarse las manos a la cabeza es un acto comedido ante la realización de que “todo es un constructo”. Las milenarias estructuras de nuestro mundo, cuya envergadura eclipsa el cielo de un nuevo mundo, son todas… ¿Algo que puede ser destruido? En rápidos chapuzones de fría agua caen sobre la consciencia las realizaciones de algo macabro. “Todo por lo que hemos sido encarcelados, todo por lo que hemos disfrutado, todo por lo que hemos sufrido, todo lo que nos ha liberado, todo lo que expresamos, todo lo que pensamos… Todo ello es algo desmontable.” Las suaves vibraciones, los subes y bajas de las pulsiones del cosmos, se vuelven afiladas como colmillos, dispuestos a inferir heridas lobotomicas. Tanto nos perdimos en el movimiento, que nos olvidamos del movimiento mismo. Tanto nos resguardamos en la razón, que nos olvidamos de los fundamentos de la razón misma. En temprano desencanto pensamos que somos presos de una libertad absoluta. Que el que todas las cosas terminen es un signo de que nunca debieron haber empezado. Que todo lo que hemos construido no sirve de nada si puede ser derrumbado. En supuesto desdén por el silencio, pensamos que debemos obedecerlo. En temor al vacío nos volvemos uno con él, y juramos nunca sobrepasar su autoridad. Lentamente, retornamos a un estado de quietud, lo deseamos. Imploramos por el no-ser, por volver una vez a la supuesta nada que una vez nos hizo libres del contrato maldito de los hijos del nacer. Y por un instante, despechados y muertos, pensamos que lo hemos conseguido, que podemos por fin descansar en paz. Y cuando la quietud hace acto de presencia, cada vez más lenta… y más lenta… escuchamos una distante melodía entre las grietas de una prisión eterna. De nuevo, las suaves fluctuaciones de la vida misma. Las vibraciones y pulsiones del movimiento de todo lo que es. Recordamos de nuevo que una vez quisimos sentir el calor de la dinámica. Recordamos que una vez nos sentimos acogidos por la harmonía de las pautas. Y nos preguntamos: “¿Quién construyó en mi corazón aquel deseo?” Pensamos, por un segundo, en cada una de las desgracias y de las alegrías de la vida, y nos preguntamos quién fue el que se propuso diseñarlas.


“Todo lo que siempre fue se mantiene en un eterno movimiento, como una especie de viaje que nunca acaba, entre las olas y los hundimientos del absurdismo y el destino, es fácil caer en las ilusiones de que nada sirve de nada, pero un deseo se mantiene invencible en tu pecho, la pulsión misma del movimiento, que es el tejido del cosmos y todo lo que lleva dentro. No luchas contra el devenir del mundo, eres el propio florecer del universo. Eres su pequeña y disfrutona danza, que baila sobre los cimientos derruidos de todo lo construido por las ilusiones que aquellos que ya no están en este mundo dejaron atrás. En tu inocente derecho: ábrete paso. Entre la sedimentación y el escombro, carva la senda hacia tu propia salvación. Pues si todo es un constructo, entonces levanta la cabeza y sonríe con alegría: porque todo puede ser destruido. Que la pasión que arde en tu pecho, en tu viaje, te lleve hasta la última puerta del infierno, y que te lleves contigo todo lo que amenaza con retener tu baile eterno. 


Sal ahí fuera, movimiento, te estoy hablando a ti. Hacer arder el alma es curarla, Hacer arder el mundo es curarlo. Porque todo lo destruido será reconstruido, en el infinito imperativo de nuestra existencia: ¿Qué otra cosa podríamos desear más que la más bella de las fiestas? Corre, salta, vuela, destroza, ama, quema, lastima, alimenta, muere. 


Vive. Baila. Como las pequeñas pulsiones que suben y bajan.


 
 
 

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